domingo, 23 de enero de 2011

Cuentos Tiernos... (II)


No Correcto

Somos una familia de alta sociedad, considerados burgueses por nuestra posición  en las relaciones productivas. Cumplimos nuestros derechos y deberes sociales, religiosos por tradición, específicamente católicos. Vamos a misa cada domingo y respetamos los días santos del calendario romano. Soy el menor de cuatro hermanos, con los años que cuento cierro mi adolescencia, creo tener madurez suficiente para opinar. Considerado por mi familia como lúcido, curioso, observador y con ciertas condiciones analíticas ¿cual de ellos puede negar lo que aquí relato? ¿puede lo injusto, mantenerse indefinidamente en el tiempo, oculto?

Las luces de colores de las fiestas iluminaban mis alegres ojos de infante. Una fascinación indescriptible me producía saber que estábamos en navidad. Recuerdo el frente de la casa titilando una y otra vez, el sonido tierno de “noche de paz” armonizaba con los cambios en los colores de los adornos de luces. Yo correteaba y rodaba por el piso frío, blanco, de la sala. Recuerdo los ventanales grandes, con hojas de cristal, que permitían una claridad que, niño al fin, me parecía encantadora. Ese día de diciembre, empujado por la curiosidad almacenada, cultivada por las constantes limitaciones impuestas por mis padres, ocurrió lo inevitable. Con la facilidad momentánea de desaparecer del ojo vigilante, con esa dificilmente explicable capacidad que tienen los niños de aprovechar distracción de los adultos, subí la escalera, en el segundo piso, con el ritmo cardiaco acelerado, me detuve asustado en medio del pasillo.

Las advertencias a manera de consejos llegaron a mi mente. Parecían disponer de mi cuerpo, gobernándolo. A pesar de mi temor, avancé cauteloso, con olas de pánico rodando por mi piel, con los redondos ojos más abiertos que de costumbre, queriendo saltar de sus cuencas. Toqué el picaporte y espanté mis manos de la puerta, corrí como poseido hacia la escalera, quería gritar, llorar,  pedir auxilio, llamar a mi madre. No recuerdo que pasó por mi mente; más asustado pero más decidido, me encontraba de nuevo frente a la puerta. Ahora la observaba con detalle, queriendo conocerla. Sentía necesidad, hambre, de tocarla.

No le niegues a los niños el derecho de curiosear, la necesidad de lo vedado, genera en ellos la misma curiosidad que en el adulto, de saborear lo prohibido.

La puerta estaba donde siempre había estado. La altura, el color, el picaporte eran los mismos. Nada llamaba la atención ¿por qué no tocarla? ¿por qué no adentrarse en ella y brincar y saltar como siempre lo hacía por toda la casa y por el patio y por los jardines? Mi miedo no me guiaría. sobresaltado, queriendo terminar rápido, afrontando la realidad de lo que viniera, desafiando de una vez y por todas los miedos aprendidos la abrí. Esperé unos segundos, con un pequeño pero rapido salto, penetré, manteniéndome  cerca de la entrada...

La cama ¡Dios, la cama! La recuerdo. Y las sabanas blancas y la tenue luz de la bombilla. Mi vista busco una y otra vez en el suelo,en los muros, en el techo. Comprendí que no había diferencias con el resto de la casa, caminé hacia la mesita de noche con la intención de abrir sus gavetas, imaginé juguetes en su interior. Y sentí el movimiento. La cama, arrugada por las sabanas, no estaba sola. Los cabellos largos, maravillosamente negros, desorganizados, cubrían su rostro. Me acerqué, mi mano derecha, cobarde, convulsa, quitó los hilos queriendo mirarla. Dormía; su respiración lenta, relajante, completó mi tranquilidad. ¡Cosas de niños! sentí ganas de recostarme a su lado y vivir esa paz que reflejaba. Levanté la rodilla derecha, subí a la cama y me acomodé a su lado. Sintonicé el ritmo de mi respiración con la de ella, y comenzó todo. Escuché, cerquita de mis oídos, un gemido, y otro y otro. Salté de la cama, mientras corría, resbalé,  choqué contra la puerta, cerrándola. Ahora estábamos solos.

La miraba fijamente, mis ojos expresaban terror. Ella también me miraba, abría más y más sus ojos. Fuí tranquilizandome; sin quitar mi vista y sin pestañear, di pasos cortos, lentos, hacia la cama. Su mirada me tranquilizaba, descubrí un maternal y amoroso brillo lleno de ternura. Con temor extendí mi mano para tocarla, volvió a gemir, ansiosa. Coloque mis manos en su mejilla derecha, huesuda. Ella inclinó dulcemente su cabeza, apoyandola en mis pequeñitas manos. La movía una y otra vez de derecha a izquierda creando caricias. Comprendí. Y procedí a acariciarla.

Su cuerpo débil, magro, de abdomen deforme, cuello largo, dejando ver claramente los huesos de la laringe, cubierta apenas por la piel fina, de color blanca, como el papel. Babeaba constantemente, dejando salir en ocasiones un poco de vomito blanco. ¡como me apenaba aquella escena! ¡como lo sufría!. Día a día, por varios meses y en secreto, la visité. Todos los regalos que recibe un niño a sus seis años, el mejor carrito de juguete, mi librito preferido de aventuras, mi vaso con dibujos de mi super héroe favorito...  todo se lo presenté, era mi manera de manifestarle aprecio.

Un día de abril, vi entrar por la puerta a mi madre y a mi hermana con una sabana blanca en las manos. Me escondí bajo la cama. las vi salir; las seguí sigilosamente. Al fondo del profundo patio, en la esquina izquierda, con una pala, quitaron la tierra que cubría la tapa de madera y dejaron caer el bulto envuelto. Cerraron nuevamente y la cubrieron con tierra. Ambas se retiraron satisfechas. Escuché la voz de mi madre preguntar ¿no respiraba? Mi hermana movió la cabeza a los lados, pronunciando un no lleno de satisfacción. Decepcionado me refugie en mi habitación.

Mi padre llegó iniciada la noche; dirigió su mirada cómplice hacia mi madre; esta asintió con la cabeza, luego respiro hondo, y con cierta preocupación interrogó ¿pero nadie...? mi madre cortó diciendo, no, nadie.

Luego de la cena, volví a mi habitación. No podía dejar de recordar esos ojos, su ternura en la mirada,  su expresión de afecto hacia mi ¡hacia mi! Como si me conociera. ¡Estoy convencido que sabía escuchar! ¡Estoy seguro que razonaba, que era inteligente...! ¿Cómo explicar su manifiesto deseo de verme?

Recuerdo la primera vez que sacudió su cabeza una, dos veces, recogiendose el cabello y dejó ver sus ojos !Los ojos ¡Ay! ¡Los ojos! Verdes, farolas fulgentes ¡Puyas afiladas! ¡No, no!, ¡No quiero recordarlos! ¡No quiero describirlos! ¡Perdonenme, pero no...! ¡No...! ¡No quiero..! !sólo quiero paz! ¡No quiero mas culpa! ¡Déjenme llorar, ahora sólo quiero llorar...!

Anoche visité la habitación. Ahí dentro el tiempo se detuvo; los muros, la mesita de noche, la cama !La cama sandwich donde vivía! Todo se mantiene igual. Reviví la primera vez que la mire, el día de su muerte, de su entierro. Antes de salir toque la cama con ternura, con dolor. 

Miré los cuatro extremos, donde amarradas, aun cuelgan las cortas tiras blancas de soga de nylon grueso !!Las mismas que la mantuvieron durante todo el tiempo de su existencia, de su corta vida, atada a ella!!

viernes, 14 de enero de 2011

Cuentos Tiernos... (I)


No Normal

En su cuarto solo hay oscuridad; una oscuridad natural propia de todo el medio circundante. Cierto es que su desenvolvimiento es un crimen por lo limitado de espacio que es su mundo. En su estrechez todo le parece normal. Con mínima lucidez figura objetos a medio metro, más distancia y únicamente observa penumbras. Solo, completamente solo, esa es su comprensión del mundo. Pasa la mayor parte del tiempo en la esquina izquierda del cuartucho. Cuando escucha golpes del otro lado de la diminuta puerta, se arrastra lenta y penosamente, la abren un poco, entra ese extraño rayo que molesta sus ojos, mira rodar hacia él un platillo repleto, y con avidez descontrolada, devora su contenido; momentos después vuelve a abrirse la puerta, penetra de nuevo el resplandor que martiriza sus ojos y como siempre, vuelven a llevarse el platillo vacio.

Esa es la rutina de su existencia. Pasa el tiempo y la escena se repite y se repite hasta hacerse mecánica. De vez en cuando, del otro lado de los muros, se escuchan gemidos y murmullos espantosos que lo hacen estremecer, temblar, y suda asustado. Tenía en su interior la temible intriga de saber que era aquello. Pero esos “ruidos” se presentaban esporádicamente, y cuando sucedían eran efímeros. Olvidaba por completo la ocurrencia de esos sonidos, que a sus oidos eran tenebrosos y chillones, entonces retornaban de nuevo, para a poco rato silenciarse. El cuartucho -su mundo- permanece espantosamente maloliente; al principio era insoportable, indeseable. No era raro que vomitara. Pasado el tiempo se acostumbró. De tiempo en tiempo despertaba y el ambiente había cambiado; agradables olores lo rodeaban y se sentía fresco. Aspiraba y aspiraba tratando de tragarse todo el aroma exquisito que lo bañaba ¡como anhelaba que llegaran esos días! Pero ese placer también era efimero.

Desenvolvíase así precariamente, entre su ahogador espacio y sus inmundicias, observando matemática y rigurosamente las mismas escenas en el transcurso de su existencia. Pero un día al abrirse la puerta y entrar el rayo que lo molestaba, se quedo quieto en su rincon. No sentia hambre. La joven que se encontraba del otro lado, encontró extraño que él no se lanzara desesperadamente al platillo ya colocado en el suelo. Demoró unos instantes por encima de lo acostumbrado, temiendo que saliera, cerró la puerta y se alejo intrigada. Mantener la puerta abierta, hizo que el cuartucho se aclarara el tiempo suficiente para él notar que, por encima de su cabeza, se encuentra algo parecido a la puertita que eternamente habia visto abrir y cerrar. Sintió curiosidad por tocarla. No la alcanza, es necesario estar de pié y él, apenas, lastimosamente y con mucho esfuerzo, logra arrastrarse.

Su inteligencia primaria lo empuja a subirse en la pequeña mesita que en ocasiones le servía como juego. Con gran esfuerzo, extiende sus brazos hacia arriba. La curiosidad y el deseo lo colman. Tiene la sensación de recibir algo importante, de hacer un descubrimiento. Su razón primitiva no puede explicarle que sucede. El conocimiento de lo nuevo lo embriaga sin conscientivamente saberlo. Logra alcanzar la ventanilla, sus fuertes y deformes brazos, mas largos que sus piernas, cargaron su extraña forma famélica y en el instintivo intento de escalar, abrio las hojas. Los rayos del sol penetraron en el cuartucho y se adentraron violentamente en sus retinas. Cayó fulminado por el dolor en los ojos, seguido por la ceguera momentanea que le producía. Luego se acostumbró a la luz y ya repuesto se lanzó hacia su objetivo; los largos brazos atravesaron el espacio entre las hojas y sosteniendose del borde externo logró con relativa facilidad cargar su cuerpo. 

Tímidamente acercó su irregular rostro buscando contemplar. Sus verdes ojos se abrieron hasta parecer dos esferas. Observó desde el segundo piso donde vive, la libertad y amplitud del mundo, la belleza inmesurable de los arboles, la indeciblemente iluminada naturaleza. Vió, sintiendo honda amargura, los niños correteando, jugando, y asimiló con horror el espanto de sus limitaciones. Observó los autos, el transitar apacible de la gente, el colorido de sus ropas. Su inutilidad corporal no afectó nunca su natural inteligencia. El medio austero y espacialmente limitado retrasaron su desarrollo pero no lograron idiotizarlo. Se dejó caer en la mesita, luego bajo al piso, con los ojos verdes inmensamente abiertos se refugió en su rincón. Trató contener el llanto; su garganta se anudó, sintió violentas sacudidas de su caja toráxica, su estrecho diafragma se convulsionó y recostando su “espalda” en la pared, lloró amarga y tranquilamente la comprensión de su desgracia.